Una de las grandes amenazas que enfrentan las democracias constitucionales en nuestros tiempos es no tanto el desmonte de los tradicionales canales democráticos, sino la destrucción de las instituciones medulares del Estado de derecho, conjunto de mecanismos de defensa del Estado democrático constitucional en democracias que, como bien demuestra la historia de los ascensos del autoritarismo por la vía democrática, deben ser, si es que se quiere preservar los derechos democráticos y fundamentales de las personas, “democracias combatientes”, “capaces de defenderse a sí -y de sí- mismas” mediante los tradicionales controles democráticos y judiciales, pero también a través de órganos extra poder y organismos reguladores (cortes constitucionales, defensores del pueblo, autoridades y jueces electorales, contralorías y administraciones independientes).
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Si observamos lo que ha ocurrido desde hace décadas en la Venezuela enferma del virus chavomadurista y, más reciente, en El Salvador de Bukele, gracias al derecho constitucional-autoritario populista propio de los regímenes “híbridos” o neoautoritarios de estos tiempos, lo que se produce es la perversión de estos mecanismos de defensa constitucional, convirtiéndolos en simples apéndices dependientes de los poderes políticos (legislativo y ejecutivo), para que así aquellos, abandonando su independencia y sustituyéndola por ciega obediencia a dichos poderes, en lugar de defender las instituciones, las destruyan. Se trata entonces, como se podría decir inspirados en el enfoque inmunológico-constitucional de Patricia García Majado, de una verdadera “enfermedad autoinmune del sistema constitucional”.
El más reciente y dramático ejemplo de esta patología político-constitucional es el de México, donde una contrarreforma exprés, impulsada por López Obrador y seguida entusiastamente por la actual presidenta, bajo la excusa provista por una populachera y estrambótica interpretación de la corriente del “constitucionalismo popular”, ha establecido la elección popular de todos los jueces y la severa limitación de sus facultades de tutela de los derechos y control de constitucionalidad y convencionalidad de normas y actos estatales. Esta contrarreforma mexicana es peor que la de Polonia y Hungría, donde solo afectó a la cabeza del poder judicial, y que la de Bolivia, donde se elige por voto popular a todo el poder judicial, pues se implementó todo lo anterior más campañas políticas para elegir a los jueces lo que conducirá a su politización y control por los macropoderes salvajes de la delincuencia organizada transnacional.
En este entorno, resalta la reforma constitucional impulsada por el presidente Luis Abinader y proclamada este año la que, al margen de las reservas teóricas que uno pueda tener sobre la efectividad real de la fórmula política de petrificación constitucional, es, como bien ha señalado recientemente José Ignacio Hernández, positiva, al limitar las modificaciones constitucionales para ampliar la reelección presidencial, viejo lastre histórico en el país y la región. Y no solo eso esta reforma tiende a -o tiene el propósito de- apuntalar el Estado de derecho y el fortalecimiento del poder jurisdiccional del Estado mediante la recarga de la independencia del Ministerio Público y la incorporación del presidente del Tribunal Constitucional en la matrícula del Consejo Nacional de la Magistratura.
Pero… ¡ojo! No es tiempo de dormirnos en los laureles. Hay que seguir trabajando sin descanso en la construcción de un poder jurisdiccional independiente y en el ejercicio de una práctica social y de los poderes políticos dominicanos que permita seguir consolidando nuestra democracia constitucional.
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