El mundo de la información nunca había estado tan expuesto al régimen de trivialidades, ahora multiplicado desde las avenidas de las redes sociales. Es un culto al desdén por lo riguroso, dándole razón de ser a una modalidad de chismografías, con reputación noticiosa, caracterizadas por confundir, dañar y nunca informar objetivamente.
Candidatos para dar tintes de credibilidad, un ejército de interesados se instala en nóminas de políticos y empresarios, rentabilizando criterios sin ningún tipo de respeto. Su dedicación es coordinar y estimular a quienes los financian, haciéndoles creer sus fantasías.
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Pero no estamos haciendo conciencia sobre el nivel de deterioro del sentido de la verdad. Hemos perdido como sociedad desde el momento en que la posverdad alcanza estatus de normalidad en todo mecanismo operativo, desde las esferas institucionales a cualquier clase de competencia, y cumple con el propósito de imponer su relato pura y simplemente.
Cuesta creer el tono de rentabilidad del sicariato en las redes. Reconocidos rufianes desprovistos del mínimo talento sirven de correa de transmisión a múltiples dislates y falsas impugnaciones, financiadas por funcionarios y actores económicos decididos a protegerse frente al sinvergüenza de turno. Claro está, un silencio costoso.
Ensimismados por la gracia del poder, cuyo carácter pasajero no advierten, presumen un “talento” tan elevado como lo sean las sumas de dinero que manejen para salir ilesos de los degradados opinadores de las redes.
La respuesta decorosa ante esto debe ser no ceder ni un ápice. Tonto error sería dejarse doblar por reconocidos eternizadores de dioses del ocaso.
La verdad siempre se impone sobre la mentira. Por eso, el afán por deformarla se revierte con el tiempo sobre sus promotores.
El talante perverso del uso mentiroso nunca llega a conservar efectivamente a la gente decente, que afortunadamente constituye la mayoría. Llegará el día en que esa mayoría imponga su voz en la discusión pública dominicana.
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