El regreso de Donald Trump al poder como presidente 47 de Estados Unidos, no solo redefine el panorama político norteamericano y mundial, sino que también reabre heridas y tensiones en América Latina y el Caribe. Con un estilo marcado por el autoritarismo y la confrontación, sus primeros decretos proyectarían un claro retroceso en políticas migratorias y de relaciones internacionales avanzadas durante la administración Biden. La visión de Trump sobre la migración es profundamente excluyente, tratándola como una amenaza en lugar de una consecuencia de desequilibrios que, en gran parte, nacen de las mismas dinámicas económicas y políticas que él representa. Trump se presenta como un líder omnipresente, confiado en su capacidad para imponer su voluntad sobre sus ciudadanos y el resto del mundo.
Sin embargo, este enfoque no solo refuerza su megalomanía, sino que amenaza con desestabilizar el delicado equilibrio geopolítico en nuestra región. Países como Venezuela, Cuba y Nicaragua, objeto de sus críticas y amenazas, deben prepararse para nuevas embestidas que, bajo el pretexto de «defender la democracia», buscan en realidad controlar recursos estratégicos y limitar soberanías. La voz de líderes religiosos, como la obispa Mariann Edgar Budde, o de mandatarios valientes, como la presidenta de México, nos recuerda que oponerse a estas dinámicas de dominación no es solo una cuestión de política, sino de ética. América Latina necesita fortalecer su unidad para resistir la prepotencia y promover un desarrollo más justo y soberano. Solo así podrá enfrentar la amenaza de un imperialismo que, bajo una máscara de poder, insiste en despojarnos de nuestra autodeterminación.
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