Por Yenifer de la Rosa
Cada Semana Santa, como si de un ritual ineludible se tratara, reaparecen las restricciones estatales sobre el uso de balnearios, ríos y playas. Este 2025 no ha sido la excepción, y aunque comprendo que la reciente tragedia del Jet Set ha dejado un aura de dolor colectivo que nos obliga a la reflexión, me preocupa profundamente que esa reflexión esté dando paso a la imposición.
Lo sucedido con esas vidas que se apagaron de forma abrupta y dolorosa es una tragedia nacional, y como tal, merece respeto, duelo y análisis. Pero la introspección es, por definición, un ejercicio individual, íntimo y voluntario. Convertir el recogimiento en una norma estatal impuesta es otra cosa. Es, en cierto modo, coartar la libertad ciudadana bajo la excusa de un bien común que no ha sido debidamente explicado ni justificado.
No estamos —al menos no oficialmente— en un estado de excepción. Tampoco atravesamos una crisis sanitaria, climática o de seguridad que amerite que las personas se queden encerradas en sus casas o limitadas en sus espacios de esparcimiento natural. ¿Por qué, entonces, insistir en estas prohibiciones?
Además, y esto no se dice lo suficiente, la salud mental también debe formar parte de la conversación. Vivimos en un país donde las cargas laborales, el estrés urbano y la falta de espacios seguros para el descanso emocional son una constante. Para muchos, estos días no representan simples vacaciones, sino una oportunidad vital para reconectar con sus seres queridos, con la naturaleza, y con su propia paz interior. Privarles de eso, en nombre del control, no es empático ni sensato.
Y a esto hay que sumar una realidad que no puede seguir siendo ignorada: la Semana Santa también es una fuente de dinamismo económico esencial para muchas comunidades. Vendedores informales, pequeños hoteles, guías turísticos, transportistas, propietarios de restaurantes y colmados en zonas rurales, todos dependen de este flujo para sobrevivir. Cancelar o restringir de manera abrupta estas actividades representa golpear directamente el sustento de miles de familias, sin que el Estado ofrezca una alternativa real o compensatoria.
Sí, necesitamos reflexión. Sí, necesitamos respeto por lo que hemos perdido. Pero también necesitamos equilibrio. Necesitamos un Estado que eduque, no que imponga; que oriente, no que limite. Porque el verdadero homenaje a los que ya no están no puede ser encerrar a los que seguimos aquí, sino aprender a vivir mejor, con más conciencia, más libertad, más humanidad y también más justicia económica.
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