En toda sociedad que se piensa a sí misma con futuro, se sabe que no se protege lo que no se nombra, ni se previene lo que no se comprende. La educación sexual integral —con su carga histórica de resistencias y falsas creencias— es un derecho urgente y una herramienta de protección para las infancias.
Quienes se oponen a ella suelen repetir argumentos infundados que, a fuerza de insistencia, quedan en el imaginario colectivo: que promueve la promiscuidad, que incentiva relaciones sexuales tempranas.
Sin embargo, la evidencia los contradice con contundencia. Un estudio de 2019 en la American Journal of Public Health muestra que adolescentes con educación sexual integral inician más tarde su vida sexual y toman mejores decisiones sobre su cuerpo y relaciones.
La UNESCO, tras revisar más de 80 estudios, concluyó que estos programas no aumentan la actividad sexual, sino que previenen infecciones, embarazos no deseados y promueven la igualdad de género.
Y, sin embargo, seguimos debatiendo si nuestras niñas, niños y adolescentes deben saber lo que ya les atraviesa.
En América Latina, según datos de la CEPAL, cada año cerca de un millón de niñas menores de 15 años dan a luz, muchas como resultado de violencia sexual. ¿Cómo seguir creyendo que el silencio las protege?
En República Dominicana, el embarazo adolescente afecta al 20 % de las jóvenes entre 15 y 19 años, una de las tasas más altas de la región.
A esto se suma el reciente Estudio de Profundización en la Caracterización y Efectos de las Agresiones Sexuales sobre las Mujeres (CIPAF, 2025), que visibiliza una dura realidad: el 44 % de las mujeres dominicanas ha sufrido alguna forma de agresión sexual. Más de la mitad de los casos ocurridos en la infancia nunca fue conocido por sus tutores, y solo el 19.7 % fue denunciado.
El 81 % ni siquiera identificó lo vivido como agresión, lo que revela lo alarmante de esta normalización.
El estudio —coordinado por Syra Taveras, Graciela Morales y Tania Alfonso (CIPAF), junto a Lorena Seijo (AGARESO)— muestra además que muchas agresiones ocurrieron en el hogar o espacios de confianza, y que en el 73 % de los casos el agresor era del entorno cercano.
¿Cómo prevenir sin herramientas? ¿Cómo nombrar lo que nunca fue explicado?
La educación sexual integral no es adoctrinamiento, sino alfabetización afectiva. Enseña a reconocer límites, a construir vínculos sanos, a decir no y a pedir ayuda. Educar en sexualidad es enseñar respeto y consentimiento. Y, sobre todo, es romper con siglos de silencio y vergüenza.
Decía Simone de Beauvoir que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres sean cuestionados. Yo añado, también los de la niñez.
Hoy, en nombre de una pretendida moral, se pretende imponer el desconocimiento, mientras niñas, niños y adolescentes siguen siendo víctimas en silencio, sin palabras para nombrar el abuso ni adultos preparados para acompañarlos.
La educación sexual integral no es modernidad: es ética, es justicia, es vida. Es romper el pacto de silencio que permite que la violencia siga ocurriendo en voz baja y a la vista de todos.
Nombrar el cuerpo, hablar de sus límites y sus derechos, no es peligro: es cuidado.
El verdadero riesgo está en ese silencio cómplice, empeñado en confundir ignorancia con pureza, como si callar fuera una forma de proteger y no una manera de dañar, sin remedio y de forma irreparable.
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