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Nacer, morir, caer, levantarse: los ritmos de la fe y la trascendencia

Gabriel García Márquez dijo en uno de sus cuentos que, en la vida, muchas veces, uno está obligado a parirse a sí mismo.

Una afirmación con mucha carga existencial, profundamente influenciada por la visión de la vida más existencialista que cristiana.

Pero, ciertamente, Cristo mismo nos habló con insistencia de renovarnos, de nacer de nuevo, de abandonar ciertos hábitos y bienes como condición para acceder a su reino.

La oportunidad de renacer está en cada fracaso, cada desafío del diario vivir. Y también suele estar en cada nuevo amanecer, pudiendo uno a menudo borrar lo que ayer éramos, sentíamos, creíamos o pensábamos. Muchos humanos han aprendido a manejar con disciplina, contante y rítmicamente su transformación. Muchas sociedades desarrollaron y aún mantienen “ritos de passage”, ceremoniales y ejercicios de transformación.

Puede leer: Lo que ya murió y lo que está por morir

El sociólogo Eviatar Zerubavel, en su libro Ritmos ocultos, muestra cómo estamos inmersos en una serie de ritmos que organizan, programan y marcan nuestra existencia: desde el cambio de fechas hasta los hábitos y rituales cotidianos que repetimos desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Los aniversarios, las celebraciones religiosas, y las festividades colectivas están cargadas de simbolismo, rutinas y repetición.

Se dice que el hombre es un animal de costumbre, aludiendo a esa estructura de ritmos o hábitos repetitivos que nos acompañan desde que tenemos uso de razón hasta el día en que morimos.

Incluso en ese último instante, somos despedidos con ritos o ceremonias que dan cierre simbólico a nuestra estadía. La vida, entonces, es una especie de coreografía repetida, pero cargada de significados.

El mensaje cristiano no se limita a vivenciar estos ritmos como simples rutinas, sino que propone usarlos para renovarnos, transformarnos; y convertir las rutinas en instrumentos de afianzamiento o crecimiento social y espiritual.

Desde San Pablo y los apóstoles, la fe cristiana ha insistido en la necesidad de renovar no solo los hábitos, sino también nuestra forma íntima de ser y de ver el mundo. Invitándonos a vivir con propósito, con una conciencia inspirada y firme que aspire a la trascendencia.

Cada pueblo tiene sus propios ritmos y costumbres; es lo que los antropólogos llaman cultura, (que va mucho más allá de asistir a una obra de teatro o una exposición de arte).

La cultura es también la forma en que vivimos, celebramos, creemos y nos relacionamos con la vida y la muerte. En ella expresamos nuestra identidad y proyectos colectivos, y también nuestras “similares individualidades”.

Para quienes creen en la vida después de la muerte, este paso representa el comienzo de otra existencia, con ritmos distintos.

Cuando muere un amigo, un familiar o alguien que como el Papa Francisco haya intentado con perseverancia hacer el bien, podemos plácidamente sonreír, porque el Rey de los Cielos le tiene una fiesta de bienvenida por el deber cumplido.

Jesús dijo: “Yo soy la vida”, “Nadie viene al Padre si no es por mí”. Seguramente en el más allá la música es diferente. Mejoremos con tiempo nuestros ritmos, nuestros pasos y nuestros estilos.

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