En la década pasada, un excombatiente chií libanés cruzó a Siria con Hezbolá, más ―cuenta hoy― por curiosidad y solidaridad con la milicia que para apoyar en combate al ejército sirio de Bachar el Asad. Su recuerdo explica mucho de este presente en el que las fuerzas del régimen han perdido en un abrir y cerrar de ojos (11 días) ciudades clave que tardaron años en tomar, gracias precisamente al apoyo de aliados, como Hezbolá, Irán y, sobre todo, Rusia, a los que hoy ya nadie espera. El excombatiente se encontró, recuerda, con una especie de ejército de Pancho Villa carente de preparación, medios y motivación. Los hombres de Hezbolá, añade, pasaron a posicionarse en segunda fila, por miedo a que los soldados los disparasen por la espalda, por error o por inquinas. Son los mismos militares que, en su mayoría, se han venido rindiendo, pasando al enemigo, huyendo a Irak o replegándose durante el ataque relámpago rebelde que ha culminado en la madrugada de este domingo con la toma de Damasco, la caída formal del régimen y la huida en avión de Bachar El Asad. Once días que han mostrado que, aunque El Asad significa en árabe “el león”, su régimen era en realidad un tigre de papel: temible por fuera, pero frágil por dentro. Ha caído justo cuando más voces lo daban por vencedor virtual de la guerra, iniciada en 2011: los líderes árabes que trataron de derrocarlo en su momento lo habían reintegrado en la Liga Árabe con sonrisas y apretones de manos y cada vez más países, entre ellos europeos, se preocupaban más de cómo sacarse de en medio a los refugiados que del oscuro historial de violaciones masivas de derechos humanos que atesora.