Es momento para creer en una noche de paz y amor. Cada 24 de diciembre con o sin los odiadores de la temporada, la Nochebuena pretende que la armonía y el cariño circunden las reuniones. La pretensión es arriesgada porque con abundancia o escasez siempre afloran imprudentes pendientes, ese cúmulo de agravios que el vino no oculta y de repente las campanitas dejan de sonar y desaparece la estrella de Belén.
A pesar del agobio que producen las múltiples diligencias, celebraciones y las nuevas distancias, gracias a la irresponsabilidad e incapacidad de las autoridades encargadas de aplicar la ley de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial, a pesar de las frustraciones por tantas promesas y engañifas oficiales, de tanto teatro para encubrir lo obvio, la alusión a la fecha no puede faltar.
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La tradición dicta y el ovillo de la nostalgia se deshace y el trineo con la carga de recuerdos se desboca. Entonces la magia: creer que un niño Jesús gateando, dejaba regalos o confiar en la visita de un Santa Claus envejecido, regalando juguetes para compensar el buen comportamiento infantil. Vasta y poderosa la ilusión, tenaz en la carencia, por eso la imaginación vernácula se apropia de la Vieja Belén, esperanza de aquellos sin cartas respondidas, sin deseos satisfechos. Niñez entristecida cuando su buena conducta no es compensada, primer acercamiento a la diferencia de clases que compromete la bonhomía de Santa, la indulgencia del Niño y el poder de los imponentes Reyes Magos.
Mañana 24 es noche para acercarnos al pasado que siempre aflora y se acoteja para evitar cualquier recuerdo perturbador. Recuento de la fantasía y la desmesura de ese mundo sin límites de la infancia cuando todo es apropiable e inmenso y es fácil convertir el destello tímido de una pata de gallina encendida en un fuego de artificio descomunal y alucinar con la detonación efímera de las velas romanas.
Es volver a oír el sonido de matracas y aguinaldos, de acordeón y balsié. Es la tradición gastronómica, la glotonería sin temor al gluten ni a los triglicéridos. Noche para regresar a la calle ancha de la quimera y ver el arbolito en el rincón de la sala con el titilar de bombillos tímidos, cubiertos con “pelo de ángel” para simular nieve y evocar los escaparates provincianos con la exhibición de novedades envueltas en papeles de celofán. Aquellas modestas vitrinas tan hermosas como cualquier exhibidor de la Quinta avenida o Saint Honoré. Es recordar las madrugadas con neblina, fe y sabor a jengibre, esos amaneceres rojos frente al océano Atlántico con el enigma de horizonte y el misterio de un barco que apunta la proa desde la nada.
Mañana, Nochebuena, el repaso de tristezas y alegrías, de tantos diciembres emblemáticos, como la inolvidable “Navidad con Libertad”, la histórica jornada electoral del año 1962, la inmolación en las escarpadas montañas de Quisqueya. Es el viento frío de René del Risco, con la lírica premonitoria del asco y la derrota, apretando el acelerador para convertirse en símbolo. Mañana, excelente ocasión para un instante de paz.
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